La vida es una enorme colcha de retazos. Yo misma soy un retazo y de mí
saldrá uno más: El de alguien que se escribe. Estoy hecha de muchos pedazos y a
la vez soy uno que lee, que canta; que muchas veces no se encuentra y que,
cuando ya está a punto de darle un orden a su caprichoso caos, encuentra
razones para contradecirse.
Todo en mi vida comenzó al revés. Segunda en una familia de cuatro hijos
decidí que la mejor manera de saludar al mundo era llevando la contraria desde
el principio: nací de pie. La angustia de una madre que temía que su hija no
pudiera caminar logró que mis ciento cuarenta y ocho centímetros de carne y
huesos hayan podido recorrer una pequeña parte del mundo. En este trayecto de
algo más de siete lustros, he conocido,
entre otras tantas cosas, la ruidosa vibración de la soledad y su liviano
armónico de ausencia. Estoy hecha de recuerdos y a la vez soy un gran guiñapo
de olvido; he querido llenarme de todo, pero estoy segura de que algo me falta.
La ausencia
Para la RAE la ausencia es una
palabra que viene del latín absentia
y se define de varias maneras: es la acción y efecto de ausentarse o de estar
ausente, el tiempo en que alguien está ausente, la falta o privación de algo,
la condición legal de la persona cuyo paradero se ignora, la supresión brusca,
aunque pasajera, de la conciencia y la distracción del ánimo respecto de la
situación o acción en que se encuentra el sujeto. La ausencia siempre es
carencia, esa incómoda falta de algo:
“Esa mañana a Tomás se le hizo
tarde. Apenas tuvo tiempo para ducharse, vestirse y pedir un taxi. En menos de
nada estuvo en la oficina, pero sentía
que algo le faltaba. ¡Claro! Por el afán no había tomado café. Qué suerte
ser el jefe y disponer siempre de una empleada.”
Lo mío con el café comenzó cuando era niña. Cuidábamos una finca y una taza
pequeñita de café era la forma en la que mi papá nos daba los buenos días. Después,
mi papá se fue y, desde ese día, comencé a sentir que a mi vida algo le faltaba. Se fue él, pero quedó
el café; y con el café la gran excusa para seguir llenándome de recuerdos, para
sentir a papá en todas partes. Pasaron los años; el tiempo hizo lo suyo y comencé
a buscar a papá, siempre con una taza de café en la mano. Lo siniestro del
asunto es que, en esa búsqueda, di muchos palazos de ciego y quise llenar de
réplicas baratas el vacío tremendo que había dejado mi precioso original. Fue
ahí cuando aprendí a actuar en el teatro del cortejo:
“Cumplido el ritual del acicalamiento, di comienzo
a la rutina del encuentro. Las llaves en el bolso, el encendedor en la chaqueta
y la Santísima Trinidad hecha perfume: Por si me besa, por si me abraza y por
si las moscas. Sin embargo, sentía que
algo me faltaba. Abrí la puerta y el
invierno se me vino encima, enseguida se me congelaron las piernas, ese es el
lío de esas benditas medias, pero ni modos; el que quiere marrones aguanta
tirones.”
Actuando en diferentes teatros, tuve que disfrazarme muchas veces. En un
jardín lleno de flores artificiales, vi cómo el otoño, sutil e inevitable, despojaba
con un marrón intenso lo que alguna vez fuera vida en los árboles. Después de
copiosas tazas de café e innumerables encuentros fallidos, la ausencia todavía
acechaba:
“- Esta tarde me entregan el fierro.
- -Deje de decir bobadas.
- -Yo solo la tenía a ella. Jamás entenderé por qué
tuvo que irse. Le di todo lo que tuve. Me llenó de luz la vida para luego
dejarme a tientas.
- -Se le llevó la
luz, pero no la vida.
- -Pero estoy solo.
- -Usted no está solo.”
La soledad
Definida por la RAE, la soledad también viene del latín, de la palabra solĭtas, -ātis. Es la carencia
voluntaria o involuntaria de compañía, un lugar desierto, o tierra no habitada,
el pesar y melancolía que se sienten por la ausencia, muerte o pérdida de
alguien o de algo.
La soledad y la ausencia tienen un pacto potencialmente
letal. Hermanas que caminan de la mano pueden convertirse en un hoyo negro por
el que es muy fácil ser absorbido. Son inevitables, y es por eso que se hace
necesario aprender a convivir con ellas, a sentirlas, a escucharlas. Por paradójico
que parezca, la ausencia está llena de vida, puesto que en el espacio del que
está hecha ocurre todo lo que pudo haber sido y no fue; allí los sentidos se
agudizan para que podamos escuchar la música de lo no evidente, de lo que no está.
En la ausencia están las llaves que abren las puertas que no nos
interesan cuando estamos acompañados y es detrás de esas puertas en donde se
encuentra la música del alma, esa que se hace tangible después del atronador
brincar de los dedos sobre las luctuosas teclas de un computador, o del bailar
de la tinta sobre el papel. En la ausencia, hay lugar para la música y el
nacimiento fantástico de una canción; es ella la cocina mágica en la que se
preparan recetas misteriosas y que puede convertirse en un lugar peligrosamente
cómodo del cual no se quiere salir. Venturosamente, para encontrar el puente
entre la ausencia y esa materia prima especial con la que comunicaría mis cavilaciones,
conté con la complicidad de mi mamá: Ella, además de enseñarme a caminar,
también me enseñó a cantar.
El canto
“¡Cantar, cantar, cantar! ¿Cómo
puede estar tan subestimada esta noble forma de rezar? ¡Es que ni yo mismo me
lo creo! En este preciso instante,
siento que el mismísimo Dios me contesta. ¡Cantemos¡¡Que viva yo! ¡Que viva el
asesino! ¡Que viva Dios! … ¡Dios!”
Cuando era pequeña, mi mamá me enseñó a rezar y las monjitas, que me preparaban
para la primera comunión decían que cantar podía reemplazar el ritual de la
oración. Esta, para ellas, también era una forma de rezar. Les creí a las dos
partes. Escribir canciones se convirtió en una forma de concebir mantras,
oraciones con las que busco deshacerme de pesos incómodos, contarle a Dios y al
mundo esas historias que muchas veces no comprendo.
Escuchar, sentir, repetir, cantar, escuchar, sentir, repetir, cantar,
escuchar, sentir, repetir, cantar. Esa aprendida obsesión por la disciplina y
la perfección me ha llevado a rehacer experiencias, palabras, e incluso ruegos;
todo para que aquello que necesito aprender en este plano me quede claro. No
creo en la reencarnación, pero, por si acaso, espero que la lección que tengo
que aprender acá me quede bien aprendida, y así no repetir el curso en esta
escuela deshecha y habitada por una especie ingrata. La soledad me llenó de
ausencia, la ausencia me llenó de música y la música me devolvió a la vida, gracias
a que una vez mi mamá me enseñó a cantar.
Soy una colcha de retazos. Retazos de vida, de música y de ausencia; jirones
de alguien que se celebra, que se contradice, que a veces sueña y que, por
alguna razón desconocida, sobrevive. Harapos cosidos con hilos de tiempo, el
cómplice de la trampa de la trascendencia. ¿Para qué escribir si todos, en
palabras de Kerry Livgren, somos polvo en el viento y quedaremos en el olvido?
Escribir para cantar, escribir para vivir, escribir para no morir del todo.