Me llamo Rebeca. Mi carne,
mis huesos, mi pelo enredado y mis, según expertos, veintiún gramos de
consciencia le hemos dado la vuelta al sol ya muchas veces, con la esperanza de
alguna vez encontrar la olla de barro repleta de oro al final del arcoíris.
Me llamo Rebeca y, a pesar
de la infinidad de tazas de café que he consumido en toda mi vida y de tener
los ojos más abiertos que girasol al mediodía, algo me dice que todavía estoy
dormida.
Tengo el pelo negro y largo,
los ojos pequeñitos y achinados, y una nariz lo suficientemente grande como
para suministrarle combustible a los ciento cuarenta y nueve centímetros de
altura y cinco mil gramos de peso que, muy a pesar de mí misma, aún siguen en
circulación.
Sí. Soy pequeña, pero tengo
un genio de los mil demonios.
Hace rato dejé la realidad
en la que vivo a un lado y me dediqué a lo que cualquier ser con ambición de
salvar su condición humana haría: creer en milagros y soñar despierta.
Tengo una vida ordinaria: un
trabajo estable, un puñado de amigos y otro más de enemigos, la certeza de un
alma contradictoria y una obsesión desmedida con los números: amo el siete,
tolero al seis, me consuelo con el ocho y le tengo pánico y rabia al número
dos; prefiero huirle al uno, me llena de deseo el cero y el tres me da igual,
aunque sea un número masón. ¿El cinco? Hasta hace poco no pasaba nada con el
cinco. Aun no sé si pueda llegar a pasar.
Entre obsesiones, sueños y
adicciones me la he pasado jugando; a pesar de mis algo más de siete lustros y
un par de moretones en el alma, sigo creyendo que los finales felices existen y
que el sol brilla para todos. Infortunadamente, y por razones que no es necesario
relatar ahora, el sol de la propiedad privada de mi cielo se ocultó hace ya un
buen de tiempo, y hasta hace poco parecía haberse ido para siempre.
Muchas cosas pasan cuando el
sol se oculta: los pájaros silencian su canto para darle paso al sueño, las
flores recogen su belleza ante el peligro inminente del frío, el ululato de
algún mochuelo aviva las mentes desordenadas de las viejas agoreras y además,
por mucho que la obviedad de la siguiente frase le robe seriedad al ritmo de
esta historia, todo se pone insoportablemente oscuro.
-¿Y los finales felices?
- De esos mejor ni hablemos.
* * *
Una vez más sonó el reloj.
Son las cinco y cincuenta y cinco de la mañana; cinco y cincuenta y cinco suena
más temprano que seis en punto y eso le hace justicia al inmenso sacrificio que
para mí representa madrugar. Con todo y mi análisis lógico y tempranero de la
relatividad del tiempo, las tres horas de sueño por las que acabo de pasar
pesan más de lo que hubiera pesado una excursión infantil por el insomnio. Estoy
comenzando a creer que contar las horas
de sueño no será jamás una buena idea,
pero en medio de todo, ese contar las horas me ha enseñado, con un leve
patrocinio del cansancio, a no perder el
tiempo. A muy poco tiempo de
cumplir los treinta años ya comienzo a
pensar como un hombre sensato.
Hoy el día está muy raro. Mi
compañero de habitación no llegó anoche y parece que en la habitación contigua la
embriaguez y el humo de cigarrillos felices no ha permitido que quienes en ella
habitan adviertan que hace cinco horas y cincuenta y cinco minutos el domingo
terminó.
Siempre me ha inquietado la
elasticidad de las palabras, mientras que chambear
es la forma en la que un obrero colombiano lleva el pan a su casa, para un
dominicano es el placer de viajar en una nube de polvo blanco, un puertorriqueño
por su parte define el término como la carga de pólvora que fácilmente podría
terminar con el paseo del dominicano y el sueño de futuro del colombiano. En mi
país Lafayette es una marca de telas, han gastado setenta años cubriendo la
socialmente vergonzosa desnudez humana y coloreando de luz a la Señora Muerte
con su maravillosa e inútilmente exclusiva línea de telas para mortajas. Para
mí, por vueltas de la vida y circunstancias que de alguna manera me llevaron a irme
de Colombia, hoy Lafayette es la periferia de mi Universo.
Es lunes y, aunque prefiero
no predisponerme con creencias populares tontas, algo me dice que hoy será el
primer lunes que recuerde por sórdido y frío, uno de esos que la gente
corriente tanto odia. Soy un tipo de razones. Mejor le dejo esa infausta idea a
algún aprendiz de brujo y me meto al baño, no puedo llegar tarde a clase, ya se
me hizo tarde y tendré que irme en bicicleta.
* * *
Se llama Tomás. Su pelo es
una suerte de castaño en claroscuro que acentúa el café profundo y brillante de sus ojos. No es
aprendiz de brujo, pero carga una varita mágica con la que casi todo el tiempo
parece estar dibujando en el viento.
Tiene una voz entre brillante y ronca, no dice groserías y, a pesar de
la oscuridad sutil de su pelo y piel morena, pareciera que llevara el sol a
todos lados. Es Director de Orquesta. Lo conocí hace ya un tiempo, cuando mi
espíritu de cantante lírica amateur quería aun convencerme de llegar a ser una
prima dona, por lo menos la del baño de
mi casa, y me obligaba disimuladamente a hacerle coros a divas, muchas veces
insoportables, que bien podrían suicidarse un día lanzándose desde lo más alto
de sus egos. Todo eso a cambio de un salario miserable. Tomás. Nunca antes le
había puesto mucha atención. Siempre me pareció un tipo serio, de esos que no
pierden su tiempo hablando pendejadas con pendejos, y bueno, ya que siempre he
pensado que mi mayor talento consiste en decir estupideces y que en
consecuencia podría competir por el título de Miss Imbécil, una acreditación no
menos noble que alguna de la Realeza, pero sí un poco más que la de Miss
Universo, decidí siempre mantenerme lejos. Se llama Tomás, tiene nombre de
Apóstol, justamente el que no creyó hasta no haber puesto su dedo en las
heridas causadas por los clavos. Es un tipo serio, Director de Orquesta y su
nombre tiene cinco letras.
* * *
¡Qué pereza esta desazón! Un lunes más que da inicio al baile
inerte de los siete días y en el que ese estúpido presentimiento con el que me
levanté hace sus mejores malabares para robarme la tranquilidad. Menos mal ya
llegó este man.
-
¡Tomás, hermano, qué pena con usted! Anoche
se me hizo tarde y no caí en cuenta de darle una llamada para avisarle que no
venía.
-
Fresco, hombre. No se preocupe. Estaba tan
embolatado con lo del examen de hoy que ni siquiera me di cuenta de que usted
no había llegado. Ni siquiera supe a qué horas me quedé dormido.
-
¿Qué tal el examen?
-
Pues ahí, estaba como difícil pero las notas
anteriores son altas y me ayudan a mantener la beca así pierda este examen,
aunque no creo que eso pase.
Esperar
a ver qué pasa, ¿y a usted cómo le fue?
-
Igual. Yo no sé qué voy a hacer con esta vieja, me tiene harto.
Cuando no es una cosa es la otra, pero nada la tiene feliz.
-
¿Con qué le salió ahora?
-
Yo sé que la cagué, hermano. Nunca debí
haberle montado cachos con la hermana, pero pues el que me haya perdonado no
justifica que me arme mierdero por cualquier cosa cada vez que se le da la
gana. Le juro que ahora soy un tipo serio, ya no salgo ni con mi propia sombra.
Tanto será que le di las claves de Facebook, del correo, tiene la contraseña
del teléfono y acceso ilimitado a mi whatsapp. Marica, parece que eso no es
suficiente ¡ahora se quiere casar!
-
Hermano, eso le pasa por bolsón.
Timbró el teléfono. Yo no
voy a responder porque sé que no es para mí. Mi familia y yo tenemos un acuerdo
y es que no me llamen un día diferente al viernes a no ser que ocurra algo
extraordinario. Que responda este man, yo me voy a ver si le pido unos parches
prestados al celador y logro despinchar la bicicleta.
-
Tomás, venga que es para usted. Es de
Colombia.
* * *
Otra vez me llamaron de un
coro. ¡Qué aburrimiento! No voy a negar que me gusta mucho cantar y que agradezco
el gesto amable de quien me llamó a pesar de mi carácter de menopaúsica precoz,
pero tampoco puedo negar que no disfruto para nada manejar en el tráfico
insoportable de Bogotá y poner los latidos de mi corazón a mil a causa del odio
infinito que me despierta la estupidez de los otros conductores; porque eso sí,
de todos los conductores del mundo la menos estúpida soy yo. Es un odio tan
profundo, que muchas veces he recreado en mi cabeza una extasiante escena en la
que heroicamente saco una bazuca por la ventana de mi carruaje y logro abrirme
camino en la mal llamada Autopista Norte, y,
después de pasar por encima de los rezagos humeantes de ignominiosos
aspirantes a conductores de Fórmula Uno, logro llegar triunfante a mi destino,
con el tiempo suficiente de celebrar con un par de tintos. En fin. No puedo ni
quiero ponerme de digna. Ya le dije a Pedro que sí y a estas alturas del
partido no puedo salirle con pendejadas. Al toro por los cachos. De las pocas
buenas cosas que puede tener el volver a cantar en un coro es que me voy a
encontrar con una o dos personas que guardo en mi celosa y reducidísima lista
de afectos. ¡Ja! Como si estar en una lista de esas, o en cualquier otra lista,
sirviera de algo.
-¡Rebeca, cuánto tiempo!
Marica, yo pensé que no te iba a volver
a ver en la vida.
- Para que veas, Guillermo.
Uno no puede decir de esta agua no beberé porque es de la que más le toca
tomar.
Y comienza el ensayo. Si hay
algo que me moleste un poco más que la estupidez de los conductores de Bogotá,
es la estupidez del que jura que un título de cantante va a obrar milagros en
su vida, como por ejemplo, el de interpretar perfectamente el contenido de una
partitura sin haberse tomado la molestia de haber leído siquiera una maldita
nota antes del ensayo. Eso me molesta tanto, que hace que cada minuto se estire
y se estire hasta casi lograr la eternidad. A Pedro, el pobre director de este
maravilloso coro de estrellas rutilantes y sordas, le toca desperdiciar 120
maravillosos e irrecuperables minutos tratando de hacer un milagro aún más
grande: lograr que un coro de iluminados insensibles y cerebro tartamudo suene
afinado.
Por imposible que parezca,
por fin terminó el ensayo.
-
¿Todavía vives en el Norte?
-
Sí, Rebeca. ¿Vas para tu casa?
-
¿Sí, vienes conmigo?
-
Dale, pero no sé si te moleste que le diga a
un amigo que nos acompañe.
-
¿Cuál amigo?
-
Uno que ya conoces y que hace poco está viviendo
cerca de tu casa. Se trasteó bien al norte.
-
Marica, ni idea. ¿Cómo se llama?
-
Se llama Tomás y hace poco que llegó de USA.
Estuvimos juntos en el otro coro, sé que cuando lo veas vas a confirmar que ya
lo conocías.
* * *
- ¿Aló?
- Hola, Tomás. Soy su tío
Alberto. ¿Cómo va todo?
- Todo bien, tío. Estudiando
en forma porque ando en parciales. ¡Qué
bueno escucharlo! ¿Usted qué me cuenta?
- Bien, mijo. Quería comentarle que algo pasó en Colombia y
su tía quiere viajar, sólo pudimos encontrar un pasaje para mañana y queríamos
saber si usted lo toma o si le molestaría cedérselo a ella.
- No se preocupe, tío. No
tengo problema con que mi tía viaje.
Alguien dijo una vez que el aleteo de las alas de una mariposa puede provocar un tornado al otro
lado del mundo. Al otro lado del teléfono las palabras de mi tío fueron eso, un
dulce aletear de mariposa que empujaba con gracia y parquedad una a una las
piezas de dominó con las que yo me había
encargado de construir la fortaleza que sostenía mi voluntad para poder seguir
adelante con mis estudios a pesar de la enfermedad de mi padre y de la odiosa
distancia. Esa también era su voluntad. Mi padre fue un hombre valiente y
fuerte que nunca dejó que lo viéramos derrotado. Pocas veces digo groserías y
casi nunca permito que me vean llorar. Eso quizás fue lo que me llevó a colgar
el teléfono y meterme a mi cuarto haciendo invisible a mi compañero de
apartamento para permitirme flotar en ese humo viscoso que acababan de formar
la incertidumbre, la distancia, el dolor y esa insoportable relatividad del
tiempo. Eso, quizás, seguramente lo heredé de mi padre.
-
Tomás, tiene otra llamada. También es de Colombia... Oiga, hermano, ¿se
siente bien?
Como si estuviera
desdoblado y sin responder la pregunta de mi amigo salí de mi cuarto, bajé las escaleras y tomé el teléfono. Era mi
hermano.
-
¿Qué hubo Tomás?
-
Hermano, solo quiero que me responda una pregunta: ¿Necesita
músicos?
* * *
¡Claro, el famosísimo Tomás!
Qué pena con él. A la legua se le nota que es un tipo educado y yo estaba a
punto de subirme al carro a contarle a Guillermo con infinidad de pormenores y
groserías lo que había acontecido en ese tiempo sin vernos. Además, mi carro
como mi cabeza siempre está patas
arriba. Pero pues ni modo, ya yo había
dicho que sí. En fin, después de todo era bueno por fin hablar con él.
-
¡Hola,
cuanto tiempo! Me dice Guillermo que te pasaste a vivir al norte. Yo vivo en un
pueblo fuera de la ciudad, allá de donde son famosos los helados y los tapetes de lana virgen. De
todas maneras queda camino al norte y creo que te puede servir un aventón de
vez en cuando.
-
¡No me digas, ahora estoy viviendo en ese
pueblo!
-
¿En serio? ¡Qué bueno! Ya no voy a tener que hacer ese viaje tan aburridor yo
sola. Pero, ¿Qué te cuentas de nuevo?
-
Pues por acá cantando ¿y tú?
No recuerdo exactamente que
le respondí. Sólo atino a recordar que ese fue el primero de otros encuentros.
Poco a poco comencé a ver cómo ese hielo que me separaba de aquel muchacho
educado se derretía y al tiempo se evaporaban los temores de apartarlo a cuenta
de mi insolencia. En realidad era un
hombre muy educado, pero no de esos arrogantes que disfrazan su inseguridad con
soberbia y pretenden pasar por intelectuales humanistas. Eso me gustó mucho.
Sólo algo me inquietaba un poco: en cada despedida, comencé a sentir que dentro de mí crecía una urgente
necesidad de volverlo a ver. Ese deseo minúsculo y en apariencia inofensivo era lo que había
dejado de pasar cuando en la propiedad
privada de mi cielo el sol no salió más.
* * *
Llegó el momento de
regresar.
Para ese entonces había pasado
más de un año desde la partida de mi padre y había por fin empacado maletas
para regresar a mi país. No sabría qué palabras utilizar para resumir lo que había
pasado por mi cabeza durante todo ese tiempo. Demasiada información para la que
ya tiene almacenada en su cerebro y ritmo cardiaco un director de orquesta.
¿Qué hubiera pasado si…? Pregunta inútil que intentaba encontrar el consuelo
para la incómoda sensación de vacío que deja una despedida.
-
¿Seguro que no se le olvida nada?
-
Seguro, hermano. Pasé la última semana
organizando y empacando precisamente para no lidiar con olvidos de última hora.
-
¿Y la bicicleta?
-
Pues ésa no me la puedo llevar. Si quiere
hagamos una cosa, ayúdemela a vender y cuando lo haga le doy un porcentaje por
la comisión y me envía el resto de la
plata a Colombia, ¿le parece?
-
¡Hágale, de una!
-
Gracias por todo.
-
Todo bien, hermano aunque nunca voy a
entender porque no me quiso contar lo de su papá. Usted sabe que cuenta conmigo
para las que sea.
-
Cuídese.
Un
año separa esa conversación de mi relativo ahora. Todavía hablo con mi amigo y
por eso sé que el negocio de la
bicicleta no prosperó. Ella todavía está allí, en el inmenso parqueadero de la
Universidad, recogiendo con sumisión gotas de lluvia y rayos de sol que dejan
impreso en su superficie el implacable paso del tiempo convertido en óxido. Ella
no chista quejido, obviamente, las bicicletas no hablan; es imposible que haya
sentido de alguna manera mi abandono. Lo mismo pasa con algunos de nosotros.
Aun teniendo la capacidad de hablar, de quejarnos, de gritar, preferimos el
silencio. De nada sirve llorar sobre la leche derramada, y mucho menos delante
de las otras cocineras. He cargado con dolores profundos, dos de ellos
relacionados con adioses que me costó entender. El que no llevara a cabo la
función rimbombante de la tristeza, siempre acompañada de lágrimas y gritos de
dolor al frente de un público morboso, ávido de aplausos y abrazos de artificial
empatía, no significa que no estuviera sintiendo en cada célula de mi cuerpo el
dolor insondable que causa la impotencia de un adiós repentino. Yo, como la
bicicleta, tampoco dije nada, casi siempre digo nada y, como la luz del sol, he aprendido a levantarme a pesar de las nubes de invierno.
Los
lunes me siguen dando igual.
* * *
Llevo casi siete meses
charlando con Tomás. No sé mucho de su vida, es un hombre reservado y no me
gustaría apartarlo con mi imprudencia,
pero he visto lo suficiente para reconocer el par de moretones que también tiene
en el alma. No sé por qué, pero siempre que nos encontramos tengo la sensación
de estar acompañada por un sol tibio pero fulgurante, incluso cuando está
lloviendo. Me gusta cuando ríe, cuando habla, cuando toca el piano y hasta
cuando se enfada; me embelesan sus dibujos en el viento; juraría que es
por ellos que lleva el sol a todos
lados. Me gusta que tenga nombre de Apóstol y que ese nombre tenga cinco
letras, me gusta que conozca mis rarezas, mis miedos y mis sueños; también me
gusta que muy a pesar de mis groserías, jamás se haya atrevido a hacerme sentir
avergonzada. Tomás confirma que los milagros
existen y que no está del todo
mal soñar despierta.
El día que apareció Tomás en
mi vida, ese día, en el cielo de Rebeca, que es mi mismo cielo, volvió a salir
el sol.
-¿Y los finales felices?
- En este cuento los finales
no existen.
“…El día
que apareció Tomás en mi vida, ese día, en el cielo de Rebeca, que es mi mismo
cielo, volvió a salir el sol”.
Volvió a salir el sol.