Cuando la música suena,
comienza esa muerte de ojos abiertos,
latidos lentos
e indescriptible levedad.
e indescriptible levedad.
Cuando amanece
comienza ese interminable ir y venir a ninguna parte,
ese ansia de nuevas melodías,
ese deseo inmenso de volver a la infancia.
Cuando no estoy dentro de mí soy otra.
Esa otra que no me gusta,
que tiene que vivir rodeada de gente,
porque su maldita condición humana
-sí, maldita la condición humana-
la obliga a ser un ser social.
Pero en cambio,
cuando vuelvo a mí
sale mi niña,
la que no tiene miedo,
la que se ríe a carcajadas
y aún cree que existe el paraíso.
Cuando vuelvo a mí,
las tardes huelen al café con galletas y mantequilla
de la abuelita,
de la abuelita,
suena la pandereta que me regaló el abuelo
y todos los días el sol brilla,
una brisa suave me acaricia el pelo.
Cuando vuelvo a mí
no tengo miedo...
Logro que mi alma vuele,
que dé un paseo por la vía láctea,
para luego llegar cansada,
llena de dicha y de notas que le devuelven el brillo.
Cuando vuelvo a mí
sueño,
río
y
siento.
sueño,
río
y
siento.
Cuando quiero volver a mí,
solo tengo que abrir la boca,
para que ejércitos de estrellas invadan mi alma,
y junto con suspiros cómplices
me convierta yo en un instrumento,
simple, pero contundente.
Para volver a mí solo tengo que abrir la boca,
tomar aire,
cerrar los ojos
y
comenzar a cantar.
y
comenzar a cantar.