miércoles, 31 de julio de 2013

Cuando se apagan las luces.



Cuando la música suena, 

comienza esa muerte de ojos abiertos, 

latidos lentos 

e indescriptible levedad.



Cuando amanece 

comienza ese interminable ir y venir a ninguna parte,

ese ansia de nuevas melodías,

ese deseo inmenso de volver a la infancia.




Cuando no estoy dentro de mí soy otra.


Esa otra que no me gusta,
que tiene que vivir rodeada de gente,
porque su maldita condición humana

-sí, maldita la condición humana-

la obliga a ser un ser social.



Pero en cambio, 

cuando vuelvo a mí

sale mi niña, 

la que no tiene miedo,

la que se ríe a carcajadas

y aún cree que existe el paraíso.




Cuando vuelvo a mí,

las tardes huelen al café con galletas y mantequilla

de la abuelita,

suena la pandereta que me regaló el abuelo

y todos los días el sol brilla, 

una brisa suave me acaricia el pelo.




Cuando vuelvo a mí

no tengo miedo...



Logro que mi alma vuele,

que dé un paseo por la vía láctea,

para luego llegar cansada,
llena de dicha y de notas que le devuelven el brillo.




Cuando vuelvo a mí 

sueño, 

río



siento.



Cuando quiero volver a mí,

 solo tengo que abrir la boca,  

para que ejércitos de estrellas invadan mi alma,

y junto con suspiros cómplices 

me convierta yo en un instrumento, 

simple, pero contundente.



Para volver a mí solo tengo que abrir la boca,

tomar aire, 

cerrar los ojos

 y 

comenzar a cantar.