lunes, 28 de noviembre de 2011

Lo que pasa por dejar la puerta abierta.

Hace un tiempo, algún transeúnte que me encontré en el camino dijo que yo debería escribir cosas felices y no centrar el color de este blog a ese que se desprende de mi alma mientras una hueca tristeza se instala dentro de mi.

Quisiera tener la fórmula para escribir cosas felices, pero creo que lo feliz es mejor vivirlo y no perder el tiempo traduciendo la alegría en palabras o encerrando trozos de felicidad en párrafos que, probablemente, nadie leerá.

Hoy escribo porque me siento triste.

Y es que ni el frío, ni la inundación de la carretera, ni la deprimente rutina de la que quiero escapar todos los días ayudan para que el color de mis días sea un poquito más amable.

Hasta hace unos días todo estaba bien. Digamos que estaba medianamente tranquila y pasaba los días pacientemente con cal y arena. Había cerrado todas las puertas de mi casa y había también decidido que sería la única en habitar este espacio. Ya instalada en mi recinto sagrado, me ocupé de hacer alguna que otra mejora, como tapar goteras, destapar cañerías, una que otra remodelación y cambiar el color oscuro que hacía ver los cuartos más pequeños.

Todo iba bien hasta que por instinto, necesidad o mera estupidez, tuve que recordar que no estaba sola y que de vez en cuando era bueno compartir los espacios con los vecinos.

Sin querer invitar a nadie, dejé la puerta abierta. Estaría bien recibir a alguien siempre y cuando no se demorara más de lo normal. Ya había tenido visitas engorrosas que prometían ayudar en momentos de necesidad extrema, cosa que haría cualquier buen vecino. Estuvo bien al principio, era amable tener vecinos que quisiera ayudar en momentos de dificultad. Lo raro del asunto es que cuando la tormenta llegaba, estos azucarados seres se desvanecían con el viento y de repente aparecían en otras casas expeliendo veneno y exponiendo sus ponzoñosas lenguas a merced de lo que habían visto en mi casa. Al ver semejante prueba de conveniente amistad, decidí que era mejor prescindir de sus empalagosas existencias y continuar en mi casa como Dios me mandó al mund: sola.

Pasaron los días y no llegaba nadie. Comenzaba a sentir frío y decidí cerrar la puerta.

Estaba a punto de cerrarla, cuando de repente llegó un vecino. Un señor ahí, que ya había pasado a visitarme. Por algún motivo yo había desistido de su compañía, ya que a él no es que le gustara mucho frecuentar mi espacio.

Comenzamos a charlar. De repente no era él quien me visitaba, sino yo quien iba hasta su casa. Pasábamos buenos ratos, buena comida, buena charla...buena música...el tiempo pasó y ,de a pocos, ese vecino se instaló en el cuarto más especial de mi casa. El lugar donde se hospedaba era tibio, iluminado y la brisa pasaba de vez en cuando para refrescar el ambiente. Este señor era muy especial, tan especial, que cuando no estaba presente, yo aprovechaba para recostarme en su cama, sentir el olor de su pelo en la almohada y acariciar los recuerdos que ya comenzaban a sacarme sonrisas de vez en cuando.

Era muy bonito.

Una vez el vecino desapareció.

Lo busqué un par de veces, pero recordé que así habían sido un par de vecinos más.
Ese día cerré las puertas de mi casa otra vez. No lo volví a buscar. Aprendí que cuando la gente desaparece es porque encontró cuartos más seguros y más calientitos y lo bueno que se vivió en un hogar de paso, queda guardado en el baúl de los recuerdos.

Y es mejor que suceda así.

Estoy un poquito triste, pero el diagnostico es de moretón, no de fractura.

Por mi parte aseguraré la puerta. Cerraré las ventanas para que no haga tanto frío y prometeré no volver a molestar a los vecinos amables para que quieran quedarse conmigo.