Corría el año
de 2006. No contaba más que con diecisiete años, el peso de los sueños y un
solo recuerdo: la canción de mamá entretejida
en mi memoria. Cansada de ser una extranjera en mi propia tierra, cuyo pasado
era una maleta vacía, cerré los ojos y caí profunda.
Llovía.
Mamá decía que
las noches de lluvia eran las favoritas de las almas que conceden deseos, y esa
noche deseaba recordar.
Soñé.
La silueta de
una anciana se dibujaba en la cima de una montaña, la arropaba un cielo
anaranjado y la brisa de la tarde jugaba con su pelo. Di un paso para
acercarme, pero caí en el fondo de una noche opaca y sin estrellas.
"A todas les
pasa lo mismo." Dijo desde la montaña una voz que sonaba a canción de cuna
y guitarras eléctricas. "Todas caminan con afán y de repente se olvidan de
mirar el suelo". "¿Quién eres?" Dije mientras me incorporaba y
sacudía de mi cuerpo lo que parecían ser hojas secas.
Silencio.
El sol de las
cinco de la tarde se reflejaba en mis zapatos y el aire olía a chocolate recién
hecho. Cadenas de montañas custodiaban las praderas y el canto de un río era la
banda sonora de lo que parecía una película de cine mudo. "¿Por qué
lloras?" Seguí con la mirada el hilo de esa voz de plata y mi atención
aterrizó en un árbol de manzanas. Me
arrodillé a la orilla del río y en el reflejo del agua vi cómo por mis mejillas
corrían riachuelos de lágrimas. No estaba triste, pero la lluvia de mis ojos no
cesaba. "No te asustes", dijo la voz proveniente del manzano.
"Es normal. Le sucede a quienes buscan en el pasado alguna señal para
encontrarle sentido a su tiempo. Acércate."
Me puse de
pie. Caminé hasta la sombra del árbol y a medida que me acercaba iba
encontrando madejas de yute, algodón, tiras de cuero y cáñamo. "¿Quién
eres?", pregunté corriendo el riesgo de irme sin respuesta. "Soy
quién te ayudará a recordar." Tuve miedo. Aunque siempre había querido
revivir mi memoria, jamás había compartido ese deseo con nadie. "Toma las
madejas que más te llamen la atención, no hay ruta para llegar a la cima de la
montaña caminando, es por eso que si quieres saber quiénes somos la anciana de
la montaña y yo necesitarás tejer unas alas, antes de que anochezca.
"¿Cómo voy a tejer unas alas si no tengo agujas?" Pregunté con
enfado, puesto que la única manera en la que yo podía tejer hasta ese entonces
era con agujas largas y aceradas. "No las necesitas. Todas las herramientas
creadas por el hombre son una expansión de las que tiene por naturaleza el
cuerpo humano. Si quieres tejer, solo necesitarás los hilos, la luz del día y
los dedos de tus manos."
"¡Está
loca!" Pensé. Tomé una madeja de tiras de cuero, cinco de yute y tres de
cáñamo y las guardé en la mochila. ¡Qué tontería! ¿A quién se le podía ocurrir
que con unos materiales tan pesados se podrían construir unas alas y que además
funcionarían? De todas maneras, caminé por la ribera mientras recogía palos
para hacerme unas agujas. Hice varios juegos con varas de rosa, les quité las
espinas, las pelé, y cuando iba a medio tejido, ¡zas!, se rompían casi que al
mismo tiempo. Intenté varias veces con varas de sauces, urapanes y eucaliptos y
todas las varas terminaban hechas astillas.
Comenzaba a
anochecer.
Temiendo no
terminar antes de que cayera la noche y quedarme atrapada en el sueño, comencé
a anudar los hilos aprovechando los últimos rayos del sol y las yemas de mis
dedos. El tiempo pasaba tan lento como el óxido sobre la hoja de un cuchillo y
comenzaba a quedarme dormida. Cuando ya sentía que caía en los brazos de Morfeo
hice el último nudo y me puse las alas. Floté. Planeando por lo que podría
describir como el Paraíso, vi sentada a la sombra del manzano a Dolores, la
profesora que me enseñó a tejer en tercer grado. Mi memoria despertaba de su
sueño. Entre los recuerdos que florecían me vi en el patio de recreo, sentada
bajo un árbol de manzana, lloraba porque no podía resolver divisiones por dos
cifras, porque a esa edad nadie quería ser el amigo de la niña que no sabía
dividir. Dolores caminó hacia mí y se sentó a mi lado, traía consigo una bolsa
de algodón de la que salieron algunas madejas de lana de distintos colores y un
par de agujas doradas. Me dio un poco de su tarta de queso y se puso a jugar
con la lana, decía que las hebras eran gusanos guardianes del sol que se abrazaban
para construir un fuerte y no permitir la entrada de los soldados del hielo. Me
hacía reír. Hicimos muchos fuertes todos los días a la hora del recreo, aunque
para los demás niños lo que nosotros llamábamos fuertes eran larguiruchas y
aburridas bufandas. Dolores un día no volvió a la escuela, y como a mí no me
gustan las lágrimas, no hice ninguna pregunta y la guardé en el hoyo negro del
olvido. Cuando me vio volando por encima del árbol me hizo una seña, sonrió y
me mostro la montaña de fuertes de colores que ha estado tejiendo durante todos
estos años. Seguí planeando sobre el río y al acercarme a las montañas sentí
que las piernas me temblaban.
"Encima
de una laguna, bailaba un rayito de sol, bailaba brillando en el agua como un
duende de cristal; y el viento le cantaba la música para bailar".
Esos eran mis
versos favoritos de la canción del rayito de sol, que la abuela me cantaba
todas las noches antes de dormir. Sonaban enredados en el aire como suenan las
cometas que bailan en los cielos de agosto. La abuela se sentaba con nosotros
en el porche de la casa y nos servía café con leche y galletas saladas untadas
de mantequilla y mermelada de manzana. Con la abuela todas las tardes eran
tardes de sol. No sé cuál era su secreto, pero siempre que venía a la finca el
pasto se veía más verde, los pájaros entonaban sus mejores melodías a las cinco
de la tarde y el azul celeste que arropaba la tarde era tan profundo como el
secreto del mar. La abuela amaba leer, y tal vez sin saberlo sembró en mí la semilla
del amor a la lectura todas esas tardes, mientras subrayaba con un lápiz rojos
sus pasajes favoritos de la Biblia. La abuela murió sola en una clínica, a las
diez de la mañana, con los ojos abiertos y sin la fuerza suficiente para decir
adiós.
¡Ya te
recuerdo, abuela!
Hoy estás
allí, serena, sentada en la cima de la montaña. Allí ya no hay dolor y todas
las tardes la Eternidad se celebra con café en leche y galletas saladas untadas
con mantequilla y mermelada de manzana. Fueron las alas que tejí con las yemas
de mis dedos las que me trajeron a ti, a la dueña del hilo que acabará con las
grietas en el corazón, los hoyos negros de mi memoria y arreglará la brújula
hechiza de mi alma.