miércoles, 5 de octubre de 2011

Ayer llovió.

Por alguna razón hay cuentos que no se dejan escribir.

No importa el montón de buenas intenciones, las canciones o los besos robados.

A veces uno se desbarata la cabeza intentando escribir historias sobre hojas que no sirven para escribir cuentos, hojas que no coinciden en los finales felices que uno quiere encontar.

No es tan fácil aceptar que es mejor cerrar el libro.

A veces se logran escenas bonitas, que uno quisiera eternizar y compartir con otros,
pero, lastimosamente,
una o dos escenas no son suficientes para escribir un cuento,
y menos si uno quiere terminarlo con un "...y fueron felices para siempre".


La ventaja de escribir cuentos es que uno puede agregar y eliminar personajes a lo largo de la historia. Algo divertido, pero a la vez agridulce, si se piensa que a veces, por fuerza mayor, a uno le toca eliminar a quien quiso fuera alguna vez el personaje principal.

Escribir es mágico ya que, gracias a las palabras, uno puede inventarse castillos, países, mundos enteros en donde el amor existe, donde es posible tener alas y terminar una historia con una sonrisa gigante para luego retirarse a vivir la eternidad en un reino de fantasía.

Yo no vivo en un cuento.

Símplemente, trato de escribirlos.


Ayer tuve uno de esos días en los que uno es capaz de estar con uno mismo.

Martha & Ludobina.

Un par de llamadas, que no fueron contestadas , me obligaron a esconderme de la lluvia y hacer de una espera, por lo general insoportable, un tesoro indescriptible que solo se puede saborear cuando uno está solo.

Ayer llovió, y ¡llovió durísimo!

Mientras llovía, me atreví a mirar por la ventana...con algo de miedo, porque caían rayos. A mi alrededor había mucha gente...unos muertos, otros vivos, todos en blanco y negro. No me atreví a hablar con ninguno. Me dio mucha pena, y además, habrían podido pensar que estaba loca.

Para evitar la tentación de hablarles seguí mirando por la ventana. Seguía lloviendo, pero esta vez la idea de esperar otro rato comenzó a gustarme.

Por momentos caminaba, tiritaba de frío, pero volvía a mis acompañantes. Todos escondidos detrás de un espejo. Soñé un rato y pensé que sería bueno meterme en un espejo yo también. En un espejo uno puede ser más real que cuando dice tener uno de esos momentos de honestidad desbordante.

Me miré en un espejo y me gustó lo que vi.

Como el más grande de los ególatras sonreí y decidí mirarme por mucho más tiempo. Mientras me miraba trataba de entender, por qué, siendo la inquilina de un ser que en el común de la gente no pasaría desapercibido, me resigno a contar con la compañía de quien no quiere estar conmigo, o, peor aún, de quien solo quiere estar conmigo cuando sirvo como puente entre él y cosas simples, pero a ratos no tan alcanzables.

Me pregunté por qué me sentía tan bien caminando sola, por ahí, esperando a que la lluvia pasara y enamorándome de mis compañeros, unos muertos y otros vivos, pero todos en blanco y negro.

Me pregunté por qué la lluvia me sabe mejor cuando estoy sola en mis silencios y no cuándo pretendo amar a alguien que muy seguramente no está conmigo por gusto sino por necesidad de llenar su soledad.

Después de semejante tarde tomé mi decisión:

Soy yo quién escribe estos cuentos,
soy yo quién inventa los personajes
y soy yo
quién decide hasta cuándo se quedan.

Fue difícil, pero tras mil intentos de darle a este cuento un final feliz hoy decidí que ya no quiero que en mis cuentos esté el muchachito que toca el piano.

Al principio me gustó mucho, pero, de un tiempo para acá ese piano no ha querido sonar como antes....cuando suena, suena desafinado.

Lo intenté, lo busqué, escribí canciones, como cosa rara, me robé un par de besos insípidos que atesoré (sola, como siempre) hasta que finalmente

¡me rendí!

Lo siento mucho, pero a mi, como a la gente tan común y tan corriente, los pianos desafinados no me gustan.


POR FIN.

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