domingo, 27 de febrero de 2011

El riesgo de hablarle a la bruja de un cuento

Caminando por ahí me encontré con un mendigo.

Intenté cruzar la calle, pero me di cuenta de que él ya había advertido mi presencia.
Hacerse los locos en este tipo de casos, lo único que logra es hacer evidente el miedo y ponerse en peligro inminente.

Me saludó, lo saludé.

Me pareció un tipo amable y me invitó a tomar café.

Tomar café es mi vicio favorito, lo cual hizo difícil dar un no como respuesta.

Lo miré mucho.

Era muy feo, pero tenía algo que llamaba mi atención.

Cuando era pequeñita, mi mamá me prohibía hablar con extraños y, recibirles algún dulce era motivo de peso pesado para cancelar la televisión por más de una semana.

Que desgracia.

Ya no soy una niña y acepté la invitación al café.

Este personaje me contó muchas historias. Tantas, que me parecía imposible que alguien viviera tanto en tan poco tiempo. Según mis cálculos y si las cuentas no me fallan, por este señor habrían pasado unas treinta y tantas primaveras. Las suficientes para tener un libro que escribir, pero no las suficientes para creer.

Ignoré mis cálculos y conclusiones y le seguí la charla al tipo.

Me preguntaba poco y me miraba mucho.

No tenía yo mucho dinero, pero sí recuerdo que guardaba en mi maleta un par de cuentos sin leer y muchos dulces que había guardado para más tarde.

Sabrán.

Me gustan muy poco los dulces, pero cuando decido comerme uno es porque he tomado la decisión de saborearlo para sentir tal placer de principio a fin.

Al día de hoy no entiendo por qué hice caso omiso de las advertencias de mi mamá.

Este señor, tan amable al principio, resultó ser como la bruja malvada de un cuento.

Tenía sonrisa de idiota y mendigaba porque no tenía ningún talento que ofrecer.

¡Me molestaba tanto que me mirara!

Después este señor, tan desagradable como astuto, logró cambiar por un momento la idea inicial acerca de él.

Coincidimos en algunos sueños y ese fue mi talón de Aquiles.

Que mal.

Compartimos los sueños por un par de horas. Me seguía disgustando el aspecto y palabras de este señor, pero el que este mendigo tuviera sueños hacía que la conversación siguiera en pie.


Ya cansada de la compañía y de la charla, miré el reloj.

Ya habían pasado más o menos 48 horas.

Fue el café más largo y amargo que tomé en toda mi vida.


Con la excusa perfecta para huir de semejante situación tan incómoda, tomé mi maleta y quise encontrar el dinero para tomar el bus de regreso a casa.

Me dí la vuelta para hurgar entre mis cosas y no encontré nada. Mi monedero se había esfumado, los dulces desaparecido y los cuentos tenían solo un par de hojas rasgadas.

Quise preguntarle al mendigo si sabía algo acerca de mis pertenencias, pero cuando volteé a mirar ya no estaba allí.

Se había ido.

Tonta yo por querer confiar en las brujas de los cuentos y darle oportunidades a reos que hacen justicia por su propia mano para robar su perdida libertad.

Este mendigo, mal oliente y feo robó mi dinero, se comió mis dulces y manoseó mis sueños.

Que triste.

Afortunadamente ya no soy una niña y aprendí mi lección.

No vuelvo a confiar en mendigos.

La próxima vez cruzaré la calle y de ser necesario le escupiré la cara para que entienda que los mendigos no nacieron para tomar café con doncellas.












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