martes, 25 de septiembre de 2018

Puente





La despertó el canto de un pájaro disfónico y cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que la mesa de noche estaba dividida en dos.

Había también media cortina, 
media ventana, 
medio reloj despertador y media puerta.

Quiso sentarse,  
 pero el totazo que se dio contra la cabecera de la cama le informó que la noche le había robado un brazo, 
un hombro, 
un testículo, 
una pierna, 
una oreja, 
media boca, 
la mitad de su manzana de Adán, 
un implante que le daba forma de Eva, 
media nariz, 
un ojo 
y la mitad de su cabellera negra. 

Tomasa había amanecido incompleta. 

Con el ojo que la noche generosa le había dejado, miró la mitad de su reflejo en la mitad del espejo de la media habitación en la que estaba y lloró, 
se lamentó, 
maldijo todas las veces que había repetido hasta la saciedad que se sentía inacabada por no tener un hombre al lado. 

Tomasa, la que antes se llamaba Tomás, la que había renunciado a su masculinidad innata había guardado a su hombre en el olvido para poder anhelar sin temores la compañía de otro. 

Suspiró.
Dando saltos con la cola, 
llegó hasta la orilla de la cama, alcanzó con el brazo la silla del tocador que estaba cerca de la mesa de noche y tomó impulso para virar sobre su trasero y apoyar la pierna que le quedaba en el suelo. Se aferró a la misma silla escondiendo su cara del espejo.

 El pájaro disfónico volvió a gorjear. 

Frunció los labios para contestar el canto del ave con un silbido, pero no pudo. 

Quiso llorar de nuevo, pero, como era media ella, ya se le habían acabado las lágrimas y no tuvo más remedio que suspirar, una forma menos escandalosa de llorar.

Afianzó la mano, tomó impulso y se puso de pie. Como si estuviera jugando a una golosa, que en vez de cielo tuviera infierno, cruzó la media habitación dando brincos y abrió la media ventana. 

El pájaro voló. 

Vio media montaña, medio cielo, media nube y medio sol.  
Recostó su media humanidad contra la pared y vio detrás del medio árbol de peras del jardín media melena muy parecida a la mitad de su cabellera. Con el mismo silencio y sigilo que guarda un niño después de robarse una galleta, se sentó en el marco de la ventana. 

Ella jugaba. 

Tenía puesta la bota azul cielo que ya no estaba en su ropero y la mitad del vestido blanco con rosas amarillas que ya no reposaba en el espaldar de la silla. Sentada de espaldas, en el suelo y contra el árbol dibujaba la silueta de otra ella, con el pelo largo, con un vestido de flores y con un par de botas que seguramente eran en su cabeza también azul cielo. 
Tomasa olvidó por un momento que tenía miedo y un olor a chocolate recién hecho impregnó el verde de las montañas. 
Levantó el brazo y, 
aferrándose a la parte alta del marco de la ventana, 
encaramó la pierna; 

por un instante fue el fantasma negro que hace malabares en el escenario de un teatro de cortinas blancas. 

Ella se percató de la escena y miró hacia donde Tomasa estaba. 
Cuando sus ojos se encontraron, 
del dibujo que ella hacía salió un hilo de tierra quese hizo puente y llegó hasta el marco de la ventana.

Ella parpadeó, 
tendió su mano hacia la media mujer de la ventana y la invitó a caminar por el puente. 
Embriagada por el olor a chocolate y el regreso del gorjeo del pájaro, 
Tomasa obedeció. 

Una hueste de ángeles invisibles formó su otra mitad y la acompañó hasta que tocó el suelo.

Ella se paró, 
le ofreció su mano
 y la abrazó con tal fuerza 
que en menos de un segundo eran una sola. 

Tomasa se sintió en paz; 
ya no se sintió incompleta, 
ya  no tuvo miedo de estar sola. 

El aire sabía a limón y azúcar. 

Para ella, 
aquel encuentro significó el final de sus días grises y el adiós al vacío permanente de su estómago; 

para los vecinos, 
el evento se redujo a un espectáculo triste, 
al vulgar suicidio de otro infeliz mariquita.


No hay comentarios:

Publicar un comentario